Pablo Vignone 28 de abril de 2021

La Selección Argentina se midió en dos ocasiones contra Suiza en los Mundiales; todos recuerdan el gol agónico de Ángel Di María en San Pablo, en 2014, que llevó al equipo nacional a los cuartos de final de aquella Copa del Mundo, un tanto decisivo, salvador, coronado por aquel corazoncito que el Fideo hizo con sus manos. Pero muy pocos saben que, en lo relativo a la belleza, aquel tanto estuvo muy por debajo del que Ermindo Onega le había marcado a los suizos en el único antecedente de aquel partido de Brasil.

Onega no era Lionel Messi, pero sí el futbolista que más lindo jugaba en aquella Selección Argentina de 1966. El estadio de Hillsborough, en Sheffield (Inglaterra), estaba muy lejos de convertirse en la caldera del horror en la que se transformó casi un cuarto de siglo más tarde, por la muerte de 96 personas tras una avalancha, cuando vio medirse por primera vez a estos dos equipos tan disímiles, uno ingenuo y tímido como el suizo, otro tan cancheramente dueño de la escena como el argentino.

Tan ingenuo aquel conjunto helvético, que uno de sus volantes centrales, Kuhn, quiso salir jugando del área grande… Se la robó el Mono Oscar Más y Ermindo (que jugaba con la camiseta número 20 porque la 10 la calzaba el Rata Rattín…) habilitó a Luis Artime, el goleador de River que explotaría al año siguiente en Independiente y luego se hartaría de marcar en Brasil y en Uruguay. Artime arrancó fuera del área y gambeteó dos suizos antes de cruzarla al otro palo para abrir la cuenta. Golazo, sí, pero faltaba el dulce de membrillo para comerse el queso.

Claro, se dirá que el partido de aquel 19 de julio ya estaba definido, que los suizos no ofrecían reacción frente a esa desventaja y que, por lo tanto, se volvían a sus cantones, que faltaban menos de diez minutos, pero… Ermindo tomó la pelota diez metros en campo argentino, tirado a la izquierda, y tras cedérsela corta a Alberto Mario González, “Gonzalito”, vio que lo que había en territorio suizo, más que los Alpes, era una enorme estancia con la tranquera abierta, sin vacas lecheras ni defensores. Y picó, picó, picó por territorio desierto mientras el volante de Boca enganchaba hacia adentro, hacía la pausa, esperaba que Ermindo se acercara a la medialuna y le tiraba el pase largo, bombeado.

Eichmann, el arquero europeo, se había estrenado como titular en ese partido. Dudó un instante. Y cuando arrancó ya se sabía que no llegaba. Ermindo pegó el trancazo, acompañó el pique de la pelota y cuando ésta volvió a elevarse, entrando al espacio aéreo del área, la acompañó con su salto. Subían ambos, balón y Onega, con el mismo ritmo acompasado mientras se veía que Eichmann quedaba irremisiblemente fuera de esta historia.

En el instante crucial, cuando el arquero cambia de idea y en lugar de ir hacia adelante con el brazo extendido elige una pierna, Ermindo soltó su pierna derecha como un estiletazo, tocando apenas la pelota hacia el arco por sobre la cabeza del atribulado golero, que en su desesperación se llevó por delante a Führer, que venía de atrás como una locomotora tratando de impedir la resolución de la jugada. Führer y Eichmann (¡qué combinación de apellidos!) quedaron revolcándose por el piso, el autor de la joya salió corriendo para que el auténtico Indio Solari, Jorge, lo levantara de atrás en homenaje a su genialidad, como si hubiera querido decirle al estadio “éste, éste es nuestro”.

Ermindo Onega, fallecido en 1979 en un accidente automovilístico, fue el gran astro de aquel equipo que luego cayera en Wembley porque salió decidido a no jugar cuando, jugando, pudo haber hecho historia. La historia, en cambio, le niega un merecido lugar a Onega porque nunca fue campeón de nada…

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